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María de Zozaya y el proceso de 1610

Juan AGUIRRE SORONDO

Este relato nos sitúa en el corazón de una infamia. El escenario es sobradamente conocido: los procesos de brujería en los valles del Pirineo navarro hace 400 años.

La renteriana María de Zozaya contaba 80 años cuando le cupo el honor de encabezar la lista de los condenados en el, tal vez, más espeluznante auto de fe de la historia. Le acusaron “por haber sido famosa dogmatizadora de brujos”. Era la única guipuzcoana de los once “relaxados” (entregados a la justicia secular para su ejecución en público), a quien sólo una temprana muerte en los calabozos secretos de la Inquisición libró de servir de pasto a la fogata.

Con la visión torticera que caracteriza a la modernidad en su interpretación de los períodos precedentes, se ha vinculado la imagen de la bruja ardiendo sobre la plaza a la “remota y tétrica” Edad Media. Sin embargo, este como muchos otros pavorosos crímenes que no hace al caso repasar, sucedieron en el corazón de la Edad Moderna. Puntualicemos, pues, para quien todavía ande enmarañado por esta “superstición”, que los grandes procesos contra la brujería vasca se sitúan en un momento de la historia en muchos sentidos cercano al nuestro: concretamente, entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII.

Baztan

Baztan. Foto: Miren Etxabe Istillart

El gran proceso a las brujas de Zugarramurdi (que así se ha llamado, pese a que la archifamosa cueva jugara un papel episódico en las declaraciones de los inculpados), se celebró en Logroño el año 1610. Por entonces, Kepler se ocupaba en sentar las bases de la astronomía moderna, Shakespeare estrenaba sus obras de madurez, y Miguel de Cervantes preparaba la segunda parte del Quijote. En Gipuzkoa, la colonización americana y la apertura de los ricos caladeros de Terranova empezaban a atraer capital para acometer la construcción de las primeras grandes casas consistoriales, caso de Errenteria y Zestoa.

El XVII fue un siglo calamitoso en que el apocalíptico triunviro “hambruna, enfermedad y muerte” asoló la península. Y, como siempre, la necesidad de purificar al cuerpo social lacerado exigía víctimas. Por ello, casi a la par que se encendían las piras inquisitoriales en Logroño, se decretaba la expulsión de los moriscos de España.

En tierra vasca, una pinza de ángeles exterminadores batieron el país cosechando denuncias de brujería. Al norte, el parlamento de Burdeos comisionó al infausto Pierre de Lancre para acabar con la plaga: durante varias semanas, este vasco enemigo de los vascos, fue amojonando los caminos de la Baja Navarra con pavesas y ceniza. La matanza fue atroz, salvaje e injusta. Dicen que más de cuatrocientos inocentes perecieron.

Pero los historiadores franceses (tan duchos en descubrir la mota de paja en el ojo ajeno), han considerado a De Lancre como un tipo de mérito, acaso un poco bruto, pero progresista y hasta simpático. Así lo describió el notable Jules Michelet: “Este bórdeles, amable magistrado, el primer tipo de aquellos jueces mundanos que alegraron la toga en el siglo XVII, toca el laúd en los entreactos y hace bailar a las hechiceras antes de quemarlas. Escribe bien; es mucho más claro que todos los demás”.

Probablemente menos ufanos, cosmopolitas y folklóricos, pero sin duda con un sentido superior de la justicia, dos inquisidores, Valle Alvarado y Alonso Becerra, casi al mismo tiempo que Lancre recorrieron la Montaña de Navarra rastreando focos de brujería que, por contagio o generación espontánea, se habían alertado al sur del Pirineo. Sus pesquisas les conducen por los valles de Salazar, Roncal, Roncesvalles, Bidasoa y hasta el vientre mismo de Gipuzkoa: Hondarribia, Errenteria, San Sebastián, Urnieta...

En casi todos los pueblos se consignan denuncias, especialmente apuntando contra mujeres, la inmensa mayoría viejas, y contra algunos hombres de condición humilde: pastores, labradores, molineros... Aunque tampoco faltan entre los más de 300 sospechosos algún sacerdote, seroras, una niña de siete años y cierta dama de abolengo. La fiebre delatora va creciendo mientras corre la noticia de que los agentes del Santo Oficio andan de cacería sectaria. Basta que alguien señale a un sospechoso, para que las turbas le detengan y sometan a tormento hasta que certifique su culpabilidad. Una vez recogido el testimonio, se le entrega al “brazo purificador”.

Aker larre

Foto: Miren Etxabe Istillart

La crónica de aquella caza de brujas, en su paroxismo, se asimila a las composiciones de El Bosco por el absoluto negativo de la disolución. Hombres reducidos por el odio a un estado casi animal, la dignidad pisoteada, la violencia como única verdad, venganza, dolor sin forma... Por suerte los inquisidores, a diferencia del francés De Lancre, tenían potestad para torturar pero no para ejecutar a los acusados. Sólo así se evitó que la carnicería se repitiera también a este lado.

En Errenteria, María de Zozaya fue enseguida señalada y presa. Al principio la vieja se negó a confesar. Pero una ex bruja redimida, con un ligero escudriñamiento en su ojo izquierdo, desarmó la defensa: sobre aquel blanco esclerótico ondulaba el reflejo de un sapo, símbolo secular del espíritu demoníaco. Varias horas de suplicio corporal y María se abandonó a sus verdugos.

Punto por punto, María satisfizo con lujosos detalles la encuesta-modelo que los inquisidores de Logroño empleaban en los interrogatorios a sorguinas. Conviene repasar algunos extremos de su fantástica deposición.

Siendo niña, una “maestra” intentaba persuadirle para que le acompañara a conocer a un dios superior al de los cristianos. Ella se resistía, pero una noche el Demonio y la mujer se la llevaron. Luego, empezó a asistir a akelarres, cumpliendo con el diabólico ritual de “untarse”.

Acabó convenciéndose de que “aquel señor malo era dios y que la podía salvar”. Desde entonces sólo a él adoró, a pesar de que, para cubrir las apariencias, llevaba una vida de perfecta cristiana. Ahora bien, como sus comadres, ella también sufría alucinaciones cuando el sacerdote alzaba El Santísimo en la misa, por lo que el Diablo le recomendó que no mirara y “dijese todo el mal que pudiese en abominación de la hostia, porque no era más que si alzasen y bajasen un palo”.

Por supuesto, criaba sapos en casa, a los que sacaba agua a base de azotes para la olla del akelarre. Y como María oficiaba de cocinera, a menudo los demás brujos se impacientaban demandándole: “Huéspeda, ¿por qué no nos dais de comer?”. A lo que ella respondía: “Pobrecita, que más lo querría para mí que para vosotros”.

Cueva de Zugarramurdi

Foto: Miren Etxabe Istillart

Dada su veteranía (ostentaba el título de “bruja mayor”), María estaba facultada para buscar sapos, culebras y sabandijas con que elaborar los ungüentos y polvos. Pero esto no hubiera sido posible sin el auxilio físico del Demonio y sus criados, ya que con frecuencia aquellos bichos sólo se encontraban en el fondo de las cavernas o en lo más hondo de la tierra. Así que éstos le ayudaban a levantar piedras, cavar fosas, etc. Terminada la faena, iban todos a casa de María y allí cocinaban los ponzoñosos brebajes.

Con ellos, la renteriana envenenaba regularmente a las personas que le importunaban. Por ejemplo, cierta vez encargó a una costurera un vestido holgado, pero ésta se lo confeccionó muy prieto. Contrariada, María metió “polvos mortíferos” en una pera que dio a comer a la torpe modista, quien a partir de ese día “se fue secando y al cabo de seis meses murió”.

En los akelarres se cenaba carne de brujo muerto, bien cocida o bien cruda. Confiesa que no siempre le sentaba bien, y más de una noche padeció vómitos al regresar a casa. Cuando sobraba comida en el festín, se lo llevaba para almorzar al día siguiente con sus amigas sectarias, pues las calchonas también se reunían a la luz del día para tratar sobre la forma de “ir a hacer daños y buscar sabandijas”.

En su relación con el Diablo había una dimensión erótica a la que ella no hacía ascos: primero acostaban a los sapos, y luego tenían “actos carnales”. Pero aclara que el Demonio, como buen amante, apreciaba algunas noches estarse “acostado en la cama con ella hasta el amanecer, y se hablaban, abrazaban y besaban”.

Como guinda al catálogo de “tantas y tan grandes y espantosas maldades”, María relata que cuando el párroco de Errenteria salía a cazar, el demonio la transformaba en liebre a fin de que pudiera divertirse volviendo locos a los galgos y al propio abad que, de este modo, lo único que cazaba era un enfado morrocotudo.

Concluido el proceso y redactadas las sentencias, María apareció a la cabeza de los condenados a muerte, por encima incluso de sus homólogas navarras. Falleció en las mazmorras del Santo Oficio y, al no contar con el cuerpo para el auto, se quemó su memoria por medio de una estatua. Ante 30.000 personas, cinco de los once sentenciados a la pena capital (los restantes perecieron en las mismas circunstancias que nuestra paisana) fueron devorados por el fuego purificador.

Al cabo de dos años, la propia Inquisición, a través del licenciado Alonso de Salazar y Frías, reconoció la inocencia de todos los condenados en el proceso de brujería del año 1610. Tras una exhaustiva investigación sobre el terreno, Salazar declaró: “Considerando todo lo anterior con toda la atención cristiana que estuvo en mi poder, no hallé las menores indicaciones por las que inferir que se hubiera cometido un solo acto verdadero de brujería”.

Al otro lado de los Pirineos, en esos mismos días, Pierre de Lancre, el ángel exterminador de Lapurdi, preparaba un libro que le granjearía definitiva fama: un tratado de brujería para demostrar “hasta qué punto el ejercicio de la Justicia en Francia es jurídicamente correcto y con mejores procedimientos que en los restantes reinos”.

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